Escuadra

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Escuadra – Plaza de la Paz- Cartagena, Colombia sept 2016
«Escuadra» es mi nuevo proyecto. En pocos días se firmará en la ciudad colombiana de Cartagena un acuerdo de paz con la guerrilla más antigua de América. Uno de los símbolos de este grupo armado, y a la vez el símbolo de algunos de los más atroces crímenes de Estado que se perpetraron en Colombia (los falsos positivos) son las botas pantaneras negras que llevan puestas los combatientes y los habitantes del campo colombiano. Doce pares de botas, que representan una escuadra, la unidad militar de base de la guerrilla marxista de las Farc, serán fotografiadas en diferentes lugares de Cartagena, para evocar la presencia de los delegados de la guerrilla en la ciudad estos días, y a la vez, la negación historica de los derechos de una inmensa comunidad de campesinos, olvidados por las élites.
Esta obra hace eco a la obra 100 boots, creada en 1971 por la artista conceptual y performer Eleanor Antin. Durante dos años fotografió sus botas de hule en los lugares más diversos de Estados Unidos, en un intento por representar al hombre de a pie, trabajador, e inclusive artista en diferentes espacios: el supermercado, la iglesia, las calles de Brooklyn, el campo, el teatro, etc. De este trabajo sacó una serie de 51 postales que mandó por correo postal a sus contactos a medida que su producción progresaba. La más famosa de estas imágenes es una hilera de botas mirando el mar (100 boots facing the sea).
Este trabajo puntual se nutre del Memorial de Voces  creado para salas de exposición en 2012, donde las botas pantaneras estaban habitadas por las voces de las víctimas y los actores del conflicto armado colombiano, haciendole un llamado a la paz. Por supuesto la botas serán fotografiadas en la playa, espacio de libertad, “facing the sea» y serán mandadas por medio electrónico a varios contactos.
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Escuadra- A los que fueron carne de cañón- Cartagena, Colombia, sept 2016

Luz y sombras

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Por donde empezar. Por el billar en el medio de la nada? Por el perro hambriento del puerto de Frasquillo? Por esta cachama gigante que habían cogido y que era, ese día, la atracción en el puerto? Por las llanuras de Tierralta? El monte? Los ríos? Las botas ? Suele pasar: uno regresa de terreno y no sabe por donde empezar. Uno quisiera poder empezar así, sencillamente: hubo una tormenta tremenda mientras dormíamos en la hamaca. Los relámpagos bañaban de un color casí rosado el embalse de Urrá. Ruidos de lluvia y insectos nocturnos, truenos. Me levanté a las 2 de la mañana para grabar 5 minutos de tormenta, me volví a acostar y te dije que estaba agradecida. Creo que pensaste “está loca”. No es un buen comienzo? Habría que explicar que desde el dia anterior, estabamos esperando a que “vinieran por nosotros” y no venían.

Habíamos pasado muchas horas en este billar, donde, ahora, colgaban nuestras hamacas. Una tarde entera mirando como el hijo del dueño, 9 años, piel canela, le ganaba a todos los trabajadores de la vereda. Sorprendiendonos de que esta gente pudiera jugar sin siquiera tomarse una cerveza, y divertirse tanto. Horas, viendo las bolas rodar en el tapete azul petroleo, echando un ojo a la represa para ver si llegaba el johnson. Será que llegan? Y nada que llegaban. Solo ruidos de motores repercutados por el zinc del agua, y luego truenos rodando y chocando como bolas de billar sobre los dos costados del valle. Y grillos, muchos grillos. Y también los gruñidos del cerdo.

En algún momento de esta noche, sentí los perros acostarse debajo de nuestras hamacas. Pensé que ya hacíamos parte de este lugar, vigías sobre el embalse (Que lleguen!), testigos de la distribución de los billetes a los trabajadores, confidentes de la esposa, gringos raros hablando un español regular, que se esconden para bañarse, cuando todo el mundo lo hace aquí, delante de la casa. Que hacen preguntas y fotos. Creo que si no hubieran venido, ni siquiera nos hubieran echado de este billar. A la larga no importabamos. Como los perros, los vecinos y las cachamas. Eramos parte de este momento. Dos bocas más para alimentar, una pareja de vecinos que siempre llegan a la hora del almuerzo.

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Sinceramente en este punto, también pensé que iba a dejar eso de hacer periodismo. Demasiadas esperas, demasiada trocha. Y saber que todo será un fracaso, porque las palabras no alcanzan a transmitir casi nada… Y finalmente vinieron. A eso del medio día del segundo día de espera, se oyó un motor. Uno más, pensamos. Pero eran ellos. Nos subimos, echando del bote al perro que quería, finalmente, quedarse con nosotros, fuimos río arriba y llegamos al campamento.

Ahora tampoco sé por donde empezar. Quizás por el mapa de sombras y luces que dibujababan las hojas de los arboles en la tierra rojiza, porque salimos de allí cargados de sombras, y llenos de luces. Un poco enfermos de tantas historias.

El que nos recibió era un comandante algo conocido. Pero no lo sabíamos. De hecho, no sabíamos exactamente quién nos iba a recibir. Hombre seco, pequeño bigote. Hizo cargar nuestros bolsos y pasamos a presentarnos. Nos preguntó pórque habíamos escogido ir a esta zona y no otras, donde está el grueso de las tropas. Hablamos de los temas que hemos cubierto hasta ahora: tierra, paramilitarismo, etc. Luego le dijimos que aquí era, realmente, nuestra primera vez y que lo más cerca que habíamos ido era en  San José de Apartado, del otro lado del río, a dos dias de camino. Allá fuimos dos veces. La primera en 2002, la segunda en 2005, poco después de la masacre de la Resbalosa. Le dije que, quizás, había sido una de las historias más desgarradoras que habíamos contado. El miró para el piso, con un aire extraño. “Que casualidad…” lanzó, pero sin tanta sorpresa. “Aquí tenemos a alguíen que les puede hablar de eso.Tenemos a la hija de una de esas víctimas.” Luego, casi se olvidó del tema. Siguió un protocolo muy campesino que consiste en hacerte ingerir cuanta avena, y cuanto jugo hubiera para darte la bienvenida. Con nuestro medio litro en mano, nos sentamos en unos troncos de madera  a hablar con este hombre del proceso de paz, y de muchos dolores acumulados, mientras se escondia el sol.
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Esa misma noche, volví a sentirme agradecida. No por estar con esta gente, ni por tener que hacer ese paseo incómodo a las letrinas, ni por la botas, o el medio litro de avena, ni por la nota que iba a escribir de regreso ( de hecho, es lo que más me costó), pero porque, desde el cambuche que nos habían asignado, podía escuchar la selva, y oí unos pájaros nocturnos que jamás había escuchado. Era increible.

Al otro día, nos levantamos y volvimos a trabajar, preguntar, hacer fotos. Hasta que conocimos a Camila. Una mujer alta y delgada de bonitos ojos almendrados.

Nos sentamos con ella en unas maderas, y empezó a contarnos lo que, en sí, podría ser la historia de estos ultimitos años de guerra. Lo dijó en voz baja, muy pausada, casi inaudible, como contando un secreto muy dificil de cargar. Y entendimos porque habíamos llegado a este campamento. “Yo entré a la guérilla el 23 de octubre de 2006”, empezó ella. “Camila es el nombre que me dieron al llegar, pero mi nombre de bautizo es otro. Mi papa era Alfonso Bolivar Tuberquía”.

Enseguida, sacó de uno de los bolsillos del chaleco donde guarda las municiones un diminuto paquete, envuelto en una bolsa de plástico negro. Desplegó las tres hojas de la revista Semana que, desde años, la acompañan como un pasaporte. “Porqué mataron a los niños?” pregunta el titulo en la primera página. Debajo, una foto tomada por Jesús Abad Colorado muestra el cuerpo decapitado de una de las victimas. En segundo plano la comunidad de San José de Apartado, tapándose nariz y boca para ahuyentar el olor a muerte. “Fue el 21 de febrero de 2005. Mataron a mi papá, mis dos hermanitos y mi madrastra. Aquí está la historia”, resume Camila.

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Como olvidarlo! Ese día un comando paramilitar dirigido por el ejército, entró a la Resbalosa, cerca de San José de Apartado y asesinó brutalmente a dos familias, acusadas de simpatizar con la guerilla. La masacre, que escandalizó a buena parte de Colombia había sido anunciada por otras y por años de persecusión a los campesinos en la zona. “Cuando chiquita, he tenido que huir en el monte para escapar. Mataban a mucha gente”, confirma Camila. Pero, hasta aquel febrero, su familia era intacta. Y mal que bien la hija de Tuberquía había crecido y seguido con su vida, dentro, y luego fuera del pueblo.

Cuando paso “eso”, que Camila ni quiere nombrar, ella vivía en Medellín con su mamá. Y estudiaba. La llamaron para decirle lo succedido: su padre estaba desparecido. Llegó al día siguiente a San José. “Yo no participé en la busquedad, no me dejaron, porque yo era demasiado cercana y temían mi reacción”, cuenta. A los pocos dias, encontraron los cuerpos mutilados. Una escena macabra como muchas de esta guerra. “Lo que más me duele es como los mataron, picaditos”, dice Camila los ojos nublados por unas lágrimas que se rehusa a dejar rodar por sus mejillas.

“Al entierro fue mucha gente. Muchíssimos periodistas”, recuerda. Nosotros, le decimos a ella, fuimos a los pocos días, cuando la población entera se desplazó hacia un nuevo asentamiento  porque en su comunidad había llegado la policía y temían represalias. Recordamos aún a los policías que habían llegado. Tenían tanto miedo como los habitantes de la zona. El nuevo asentamiento era puro lodo,  casas de madera esparcidas, muchos niños jugando, unos cerdos chapoteando en el agua. Camila sigue. “Yo volví a Medellín. Pero después de un tiempo, no pude seguir estudiando: el que pagaba era mi papá, y estaba muerto!”

Los problemas económicos, la tristeza y la rabia le hicieron tomar la decisión. “Yo busqué y entré a la guerilla”, cuenta.  “Quería vengar a mi padre”, reconoce sin tapujos. Camila recuerda sus primeros pasos con un arma, en la selva . “Yo no estaba acostumbrada, todo me daba miedo: la noches, los animales, estas caminatas tan largas. No me tocó casí combatir, porque cuando entré, solo tuvimos un ataque fuerte y todavía estaba en entrenamiento. Claro que luego hubo choques, pero nada grande.”

El tiempo fue pasando, y con él la rabia. Los paramilitares y algunos de los militares responsables de la muerte de sus padres fueron juzgados. En 2015, el Estado colombiano  reconoció su responsabilidad. Esta masacre desnudó parte de los años oscuros de los dos mandatos de Alvaro Uribe. Y Camila dice haber aprendido en la guerrilla que uno no coge este camino para vengarse, sino “para cambiar el país”. La vida, finalmente triunfó, de la manera más inesperada. En el frente, Camila se enamoró y, hace cuatro meses nació una niña de esta relación. “La tuve en una finca. Mi mamá asistió al parto. Como ya estabamos en negociaciones, no sufrí tanto, como otras que tuvieron que caminar mucho con esta barriga”. Las dos fueron separadas 15 días después del nacimiento “porque la bébé nació un poco enferma, y mi mamá se la llevó para Medellin”. Ahora, Camila carga con la foto en su celular. Tan pronto como se firme la paz, espera volver a verla, criarla, terminar sus estudios y quizás, dice, volverse enfermera, una profesión que ejerció en la guerilla. Pero lo primero que hará, será ir a visitar la tumba de su padre.

Camila se ve cansada. Solo quiere que esto termine. La mayoría de los que nos rodean bajo las sombra de estos arboles desean lo mismo. El ruido de las chicharras aumentó con el calor. Al final, solo nos quedó este silencio habitado de sonidos de selva.

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Vuelvo a mirar mis pies que caminan en el lodo con las mismas botas pantaneras negras de siempre, y veo luces y sombras. Pienso, como nunca antes, que sería un desastre que terminen matando a esta gente. Pienso en las llanuras de Tierralta y de Chigorodo ocupadas por unas reses ociosas y unos bananos bien bonitos. Pienso en el silencio pesado de San José, en todos estos pueblos y estos caminos abiertos a machete por los colonos hasta que un vivo decida que esta tierra, así limpiada le sirve para hacer plata. Pienso en estas miles de personas que fueron expulsadas, y vivieron por acá dando vueltas en las márgenes de Nudo de Paramillo. Recuerdo que hasta los Nules tienen tierras bonitas por la Costa, y que las amenazas sobre San José de Apartado siguen, porque aún no se sabe toda la verdad.

En el johnson que nos llevó de vuelta al billar- donde volvimos a dormir una última noche bajo un aguacero diluvial- no podía dejar de pensar que esto tenía que funcionar, que yo quería dejar de contar historias de violencia sobre Colombia. Quizás, inclusive, dejar del todo de contar historias. Pensaba en los perros, el monte, las tormentas, en el fracaso de las palabras para expresarlo todo. Pensaba también en el “Asno, asnito viejo y gris, demuestra que siempre eres feliz” de la escuela de la vereda que acogerá el campamento de las Farc mientras dejen las armas. No logro sacarmelo de la cabeza.

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I’m not used to post in English, but let’s try for once… Since june 21st, my boots and Colombian sounds are travelling back home, after a long trip in Mexico (4 months).  I ‘m not preparing a new exhibition of the Memorial right now, because I’m working hard on other ideas.  If you want to know more about what’s going on, and what I’ve done since I started this project I invite you to visit my web site and to have a look at  my Soundcloud.

I’ll be back.